LA LEYENDA DE LOS VIANCIOS
Branca y Laru permanecían juntas ante los rescoldos de la hoguera. Una intensa bocanada de aire helado entraba por el respiradero de la cueva. La montaña leonesa, vieja, triste y húmeda en aquella época, se había llevado consigo a los miembros más débiles de la tribu; alguna mujer y también una o dos criaturas, que caían enfermas de pura vitalidad.
En el seno del clan, los Vadinienses, reinaba el nerviosismo. Una parte de esta tribu había emprendido su caminar meses atrás, desde la región cántabra, cruzando la Cordillera Cantábrica y llegando a la zona astur trasmontana. Se disponían a bajar Piedrafita la Mediana, cuando un salvaje temporal, el último del invierno, les sorprendió a todos. Resguardados en grutas, socavones y covachas, los vadinienses aguardaban como podían, sin apenas provisiones, aunque con un coraje fuera de todo entendimiento. Branca y Laru eran hermanas, ambas de piel blanca y pelo negro, aunque con rasgos desiguales. A penas se llevaban unos meses, pero ninguna de las dos sabía a ciencia cierta su edad ni quién era la mayor. Trece o catorce años a lo sumo. Su padre, Cencio, había caído en la emboscada de una tribu rival una jornada después de comenzar el viaje. La madre, Bínita, moría mientras daba a luz a la segunda. Ambas, dispuestas a comenzar de nuevo, iban a llevar ese camino grabado a fuego. Ellas iban a inaugurar un nuevo linaje en una nueva tierra. Al octavo día el sol despertó, los cántabros continuaron bajando hasta Cármenes donde finalmente se instalaron. Pasadas unas lunas aparecieron otros clanes en la zona. Catervas astures, Soldurios y algunos Mercenarios llegaron al asentamiento trasmontano. Todos estos pueblos, y eso era algo sabido y escrito, se debían entender por el bien común. Para su propia supervivencia lo único que podían hacer era unirse y luchar contra las hordas romanas, que poco a poco dominaban todo el norte de la península Ibérica. Pronto la relación entre las castas fructificó.